IGNACIO VERA DE RADA
Hace poco, en el programa Perspectivas desde Buenos Aires (de CNN), escuché a Juan Pablo Varsky decir que en el último tiempo —desde 2015 concretamente— las tasas de fumadores tanto activos como pasivos han bajado considerablemente en varios países de Latinoamérica (Chile, Argentina, Uruguay, Perú, Brasil, entre otros). Muchos menos jóvenes compran cigarrillos y, por consecuencia, muchos menos aspiran el humo de quienes gustan fumar. Y se prevé que hasta 2025 esos índices sean todavía más bajos.
Escuchar esa nota me interesó mucho más que lo que se dijo en todo el resto del programa porque me llevó a dos conclusiones: 1) en medio de la barahúnda de noticias sobre la guerra en Ucrania, la pandemia o la crisis de las democracias latinas, hay también cosas buenas —usualmente ignoradas por la sociedad debido a su tendencia al fatalismo— como ésta, referida a salud pública, y, más importante que la anterior, 2) el ser humano, desde hace mucho tiempo, o en realidad desde que existe, está dando pasos hacia una longevidad más prolongada.
Esta cuestión, que en realidad es de tipo filosófico, me ha estado dando vueltas en la cabeza en el último tiempo. Con mis padres comentábamos, por ejemplo, que en las novelas del Siglo XIX, cuando se habla de personas que rebasan la cincuentena o las seis décadas de vida, se las considera ancianas o viejas. Pero sin necesidad de acudir a esas novelas, uno puede fácilmente percatarse de que hasta hace un par de décadas el septuagenario promedio era un hombre ya endeble, encorvado y con muchas arrugas en el rostro, imposibilitado de emprender un trote o siquiera de caminar rápido. Llegar a las ocho décadas con salud y relativamente pleno era una verdadera proeza, como en su tiempo la consiguieron Goethe o Víctor Hugo.
Suelo practicar deporte tres veces por semana, y desde hace unos diez años me fijo en que cada vez más personas ancianas practican disciplinas deportivas que, hasta hace unas tres o cuatro décadas, eran solo para un cuerpo lozano o en la primavera de la vida. Es que la vida se está alargando cada vez más y más. Este fenómeno se debe al progreso y la civilización liberales: las vacunas, la concienciación sobre la importancia del deporte y la buena alimentación, los descubrimientos en los campos de la farmacéutica, la química y la ingeniería biomédica, los progresos de la ciencia médica y la reducción de la tasa de fumadores. Pese a los nuevos peligros y calamidades que acechan a las sociedades modernas (pesticidas, nuevos virus producto del consumismo, irrupción de las drogas o nuevas enfermedades congénitas), creo que, haciendo las sumas y restas, el ser humano promedio vive mucho más y mejor que antes, en términos de bienestar material y físico.
Pero no en términos de realización espiritual ni de paz mental. Pues, como decía Goethe, “todas las formas son análogas y ninguna se asemeja a la otra; así indica el coro una ley oculta, un sagrado enigma”. Esa sentencia, de las más profundas concebidas por mente humana, encierra una honda verdad y acaso un sistema filosófico que sirve para explicar muchas cosas del mundo. En palabras sencillas, significa que cuando en el mundo o en la vida se gana algo, se pierde otro tanto, y cada vez que se asiste a una ventura, asiste a su vez una desventura. Así, la longevidad humana promedio —representada en el promedio de vida de hoy, el cual mañana podría bordear los 90 o 100 años— no supone una ganancia total porque, estando el ser humano vivo por más tiempo, tiene también que soportar mucho más tiempo las angustias y amarguras inherentes al mundo. Queda en un islote de soledad física, al ver que varios de su círculo van muriendo o quedando desvalidos, y de soledad espiritual, al darse cuenta que ya no puede comprender el mundo que lo rodea debido a la transformación que éste experimenta constantemente.
Desde el punto de vista religioso, la cuestión se hace mucho más complicada de analizar: ¿para qué seguir tratando de prolongar la vida, si ésta es nada más que una preparación para la que sigue, que es en la que se alcanza la plenitud? Cuando se piensa así —e incluso sin necesidad de ser un religioso o cristiano, como Albert Einstein o Mario Bunge— se concluye estoicamente en que la prolongación de la existencia física no es un hecho muy feliz ni algo que deba ser porfiadamente buscado. De todas formas, feliz o no, es hacia donde la humanidad está caminando, y debe ser asumido como uno más de los fenómenos que signan la historia; en este caso, un fenómeno directamente relacionado con el misterio de la vida.
IGNACIO VERA DE RADA
Politólogo y docente universitario
*NdE: Los textos reproducidos en este espacio de opinión son de absoluta responsabilidad de sus autores y no comprometen la línea editorial Liberal y Conservadora de VISOR21