Bolivia: una república de ciudadanos

Es poco común que una nación, al borde del colapso institucional, encuentre la lucidez colectiva para retroceder antes del abismo. Bolivia, sorprendentemente, lo ha hecho. Tras casi dos décadas de populismo autoritario disfrazado de redención social, el país despierta de un experimento que prometió igualdad, pero dejó una economía exhausta, instituciones sometidas y una sociedad fragmentada.

En las elecciones del 19 de octubre, los bolivianos no solo eligieron un nuevo rumbo político: llevaron a cabo un exorcismo cívico, una afirmación colectiva de que la esperanza, cuando despierta, puede ser más poderosa que el miedo. El viejo régimen, mescolanza de autoritarismo, corrupción y una grandilocuente ineptitud revestida de discurso redentor, ha sido finalmente desalojado del poder por la voluntad pacífica y abrumadora de una sociedad que, al fin, decidió recuperar su destino.

Eso, en sí mismo, roza el milagro. Bolivia no se caracteriza por los despertares graduales ni por las transiciones ordenadas. Su política, muchas veces, se asemeja al clima andino: súbita, extrema e imprevisible. Pero esta vez, el veredicto popular fue inequívoco: los autoproclamados salvadores se habían convertido en el mayor lastre de la República. Predicaron justicia mientras saqueaban el erario, confundieron soberanía con ideología y convirtieron el Estado en un botín partidario.

En ese panorama político, Rodrigo Paz emerge como líder de una oposición democrática en Bolivia, enfrentando la monumental tarea de restaurar la República tras un prolongado periodo de deterioro institucional. Su desafío es transformar un país que, durante un extenso lapso, ha confundido el partido con el Estado, sometiendo la justicia y el poder legislativo al control arbitrario del gobierno. En consecuencia, el rol esencial del gobierno y la oposición democrática es el inicio de las reformas estructurales que demanda la visión de un país democrático, institucionalizado, moderno, competitivo, libre y abierto al mundo.

El primer deber del nuevo liderazgo será aplicar quimioterapia política al cáncer corporativo que consume al Estado: esa maraña de sindicatos, gremios, empresas públicas y burocracias parasitarias que viven del privilegio, el subsidio y el chantaje. Son los fósiles vivientes del populismo y no se extinguirán sin resistencia. Pero sin extirpar ese sistema clientelar, ninguna democracia ni economía de mercado podrá respirar.

Paz y sus aliados proponen un retorno a los fundamentos: independencia de poderes, Estado de derecho, derechos individuales y una economía abierta sustentada en un “capitalismo popular”, parecido al capitalismo democrático que reconstruyó Europa tras la guerra: una economía que difunda propiedad, responsabilidad y oportunidades. En suma, una sociedad de ciudadanos, no de clientes.

Para ello, Bolivia deberá liberarse de su camisa de fuerza constitucional. La actual Constitución, mal redactada en los días eufóricos del populismo triunfante, fue obra, paradójicamente, de un grupo de aventureros políticos españoles de la fracasada agrupación Podemos. Experimentaron con un pacto social tan ampuloso como disfuncional, donde la diversidad se confundió con división y la solidaridad con dependencia. El resultado: un Estado hipertrofiado, un mosaico de autonomías étnicas y una ciudadanía fragmentada por agravios.

Reformar la Constitución será arduo. La cultura política boliviana, moldeada por siglos de desconfianza y desencanto, suele mirar con suspicacia a quienes hablan de mercado, mérito y libertad. Pero ha llegado el momento de reemplazar el “Estado Plurinacional” por una “República de Ciudadanos”: una comunidad donde la libertad preceda a la identidad y la igualdad ante la ley sustituya la contabilidad infinita del resentimiento. Esto no implica negar la diversidad boliviana, sino arraigarla en principios compartidos, no en heridas perpetuas.

La pregunta de fondo es filosófica: ¿Puede Bolivia aprender a ser libre? La libertad, después de todo, no es un estado natural, sino una disciplina exigente. Requiere renunciar a la tutela del caudillo y asumir el riesgo de la responsabilidad propia. Exige instituciones capaces de decir “no” al poder y una sociedad lo bastante madura para no idolatrarlo.

La historia ofrece advertencias y esperanzas. Bolivia ya ha conocido despertares liberales seguidos de recaídas populistas, repúblicas escritas en papel que se deshicieron en la práctica. Pero algo parece distinto esta vez. El hechizo populista, sostenido por el precio del gas y el culto a la personalidad, ha perdido su magia. Las arcas están vacías, los ídolos desacreditados y los jóvenes, impacientes.

Si Rodrigo Paz y su coalición logran canalizar esa impaciencia en energía constructiva, Bolivia podría convertirse en un laboratorio de una nueva síntesis latinoamericana: un liberalismo que hable el lenguaje de la dignidad, que una en lugar de dividir. La idea de un capitalismo popular, donde el mercado no sea una jungla sino una escalera, podría resonar más allá de sus fronteras y podrá ser un instrumento eficaz para llevar adelante la prioritaria batalla contra la pobreza.

Pero la historia no perdonará la vacilación. El populismo ha sido derrotados en las urnas, no en el sistema. Permanecen atrincherados en los sindicatos, en los tribunales, en el crimen organizado, en los ministerios. Reaparecerán invocando los viejos mitos de la colonia, la raza y la lucha de clases. La respuesta debe ser claridad moral y algo de humor: recordemos que la adicción más peligrosa de Bolivia no es al poder, sino al drama.

Por ahora, hay razones para un optimismo prudente. Bolivia ha sobrevivido, una vez más, a sí misma y el reto que sigue es mayor que derrocar a un caudillo: reconstruir la confianza en la ley, rescatar la justicia de la servidumbre política y devolver sentido al mérito y al esfuerzo. La democracia no se hereda ni se improvisa; se construye día a día, con instituciones sólidas y ciudadanos que no renuncian a su libertad ni delegan su deber de defenderla.

El país necesita transformar el hartazgo en reforma, la memoria en acción y la esperanza en una nueva cultura cívica. Lo que ocurra en los próximos años mostrará si este despertar marca el inicio de una era distinta o solo una pausa antes del próximo extravío.

  • Jaime Aparicio Otero
  • Diplomático. ExEmbajador de Bolivia ante la Organización de Estados Americanos (OEA)
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