El laberinto del tiempo: la Revolución Nacional (1952)

CARLOS LEDEZMA

Desde sus albores, la conflictividad en la política boliviana ha marcado un importante espacio en la agenda histórica. Una gran mayoría de hechos que se recogen para ser pergeñados en obras escritas, están relacionados casi de forma exclusiva a entender las causas, motivaciones y consecuencias de los diferentes procesos históricos inherentes al quehacer político. Es probable que, en este minúsculo detalle, se encuentre parte de la explicación que ha sumido en la pobreza y subdesarrollo, a un pueblo cuyo destino debió tener una suerte distinta de la que finalmente es.

El año 1952 trajo como consecuencia el ascenso de los movimientos nacionalistas al gobierno. En un contexto de caos e incertidumbre que había dejado como consecuencia la guerra en las arenas del Chaco, que los sucesivos gobiernos no habían tenido la capacidad de solucionar. Frente a un escenario de país fracturado, completamente dividido entre facciones claramente contrapuestas, con posturas irreconciliables que, haciendo gala de las doctrinas extrapoladas desde el Viejo Continente traducían sus acciones en verdaderas luchas fratricidas que perseguían e inmolaban a los detractores de sus consignas ideológicas.

Las huelgas, la pólvora, las calles, las protestas, el caos, acaparaban la atención de los medios informativos. Las gestas que eran consideradas heroicas por los milicianos que arriesgaban sus vidas, eran vitoreadas y reconocidas por los miembros de cada una de las facciones en conflicto. Está claro, por lo que se recoge de los acontecimientos de aquella época, que la guerra en lugar de traer paz, derivó en una violencia interna exacerbada. La solución empeoró la salud del paciente llamado Bolivia y el cáncer, en lugar de ser extirpado tras la conflagración bélica del Chaco, terminó por hacer metástasis.

Una situación tensa e inestable no encontraba mecanismos oportunos para poder ser resuelta, aunque es posible deducir que, para los intereses de los grupos en disputa, el conflicto resultaba ser el mejor escenario posible. Las transformaciones económicas y los cambios socioculturales provocan casi de forma mecánica conflictividad social –una constante en el país–, misma que iría incrementando con el correr de los años.

Durante la década de los años cuarenta se experimentó un repunte en la actividad industrial, el reporte mostraba un mayor número de trabajadores en el ámbito fabril, así como en las empresas de servicios que comenzaron a concentrar entre sus trabajadores a más gente joven, este nuevo grupo, se encontraba menos condicionado por el miedo paralizante de una violencia desmedida con el que generalmente las fuerzas del orden frenaban las protestas.

El descontento crecía en las universidades, los grupos de estudiantes y docentes que se organizaban estaban fuertemente impresionados con las ideas populistas, que se reproducían ardientemente en sus claustros. Un crecimiento exponencial que se volcó a las calles para masificar los grupos de reclamos, empeoró el panorama. La represión constante a las protestas provocadas por los reclamos de obreros, mineros y estudiantes, sirvió de estímulo para el posicionamiento crítico de grupos de intelectuales, gente vinculada al arte, profesionales, personas que incorporaban en el discurso el respeto a los derechos de las personas.

La retórica con la que se fueron incendiando las calles y a una clase media altamente politizada, exigía vindicta pública a los detractores de la revolución, misma, que terminó adquiriendo ese matiz inevitablemente. Aparatosos discursos caudillistas, populistas, nacionalistas, al mejor estilo de las “Volkssturms” (Milicia Nacional Alemana), buscaban reivindicar y enaltecer a los grupos que los apoyaban. La contienda era estimulada por grupos de macarras que tenían la misión de buscar enfrentamiento en los mítines partidarios, intentando mostrar fortaleza física, mucho más que fuerza intelectual.

La economía boliviana entraba en un periodo de deterioro, dejando una vez más una estela de incertidumbre y desconcierto. En ese escenario nada halagador, cuentan las crónicas del 9 de abril del año 1952 que, estallaba la que a la postre sería conocida como Revolución Nacional, misma que marcó un corte arbitrario en la historia de Bolivia, separando una época estrictamente conservadora a una de objetivos modernizantes (al menos en el papel).

La fragmentación y aislamiento de las regiones, sumada a una realidad de marcadas diferencias económicas que resultaban enormemente disímiles, no habían permitido que se clasifique a la sociedad en estratos homogéneos, por el contrario, la heterogeneidad que se mostraba, hacía imposible aplicar medidas que sirvan del mismo modo en todas partes dentro del país. A diferencia de lo que había ocurrido en Argentina, que gozó de un gobierno liberal por más de ochenta años, de la cual habían heredado ensayos perdurables y fructíferos de modernización tanto en lo político, social y económico, Bolivia se encaminaba en pleno siglo XX, a enfrentarse a su destino a través de medidas reformistas incentivadas por la revolución, que se sucedían en medio de un panorama de atraso, tradicionalidad y estancamiento.

La implementación de reformas de corte radical, paralelamente a la conservación de viejas prácticas tradicionales, derivaron casi sinérgicamente a conducirlos a ser un régimen con pretensiones totalitarias, al que se le daba bastante bien los ofrecimientos y prebendas, que hacía oscilar al gobierno entre políticas reformistas y una subordinación llamativa ante los organismos internacionales. La dirección que tomarían las fuerzas policiales, que cometían una serie de abusos y arbitrariedades, pusieron en tela de juicio cuestiones relacionadas al Estado de Derecho en el que se vivía. Aspectos que fueron tomados en cuenta –aplicado a pies juntillas por los sucesivos gobiernos– que asimilaron y copiaron un buen número de aquellas prácticas políticas patentadas por los promotores de la revolución (Movimiento Nacionalista Revolucionario).

En palabras del reconocido filósofo, profesor e intelectual latinoamericano H.C.F Mansilla: “Los paradigmas nacionalistas y socialistas de desarrollo gozaron tanto de una popularidad masiva como de una notable reputación científica durante una buena parte del siglo XX. Dos factores relacionados entre sí divulgaron estas concepciones en extensas porciones del Tercer Mundo: la idea de que el orden tradicional, rural y pre-industrial, constituiría un sistema político injusto, carente de dinamismo e históricamente superado, y la ilusión de que la modernidad traería consigo simultáneamente el progreso material y la justicia social. Para comprender la fuerza que emanaba de la llamada Revolución Nacional de abril de 1952 en Bolivia, su capacidad de movilización popular y su lugar -hasta hoy- eminentemente positivo en las ciencias sociales e históricas, hay que examinar primeramente esa opinión tan predominante hasta hoy acerca de lo negativo del mundo premoderno, opinión que no fue cuestionada durante largas décadas ni por los enemigos más recalcitrantes del partido político que tomó el poder en 1952”.

CARLOS MANUEL LEDEZMA VALDEZ
Escritor. Investigador. Divulgador Histórico. Consultor de Comenius S.R.L. Ingeniería del Aprendizaje
*NdE: Los textos reproducidos en este espacio de opinión son de absoluta responsabilidad de sus autores y no comprometen la línea editorial Liberal y Conservadora de VISOR21