Corría el año 844 de la era de nuestro Señor, cuando las costas de Sevilla medieval (Península Ibérica – España), atestiguaban la sangrienta invasión protagonizada por un grupo “bárbaro” proveniente de tierras escandinavas. La segunda ciudad más importante de Córdoba, caía en manos vikingas para ser sometida al vasallaje, saqueo y asesinato de gran parte de sus habitantes. Durante seis días reinó el terror, saquearon templos y cuanta riqueza hallaron al paso, destruyeron, violaron e incendiaron, causando un monumental desastre. Para entonces, gobernaba el emir Abd ar-Rahman II, quien movilizó a sus tropas y logro expulsar a los saqueadores que se habían dado a la tarea de devastar la ciudad.
Los vikingos, una tribu de hombres provenientes de Escandinavia, comenzaron sus incursiones marítimas a finales del siglo VIII. Estos grupos tribales se caracterizaban por ser comerciantes, colonizadores y prodigiosos navegantes, lo que les permitió alcanzar el hemisferio Norte –de lo que hoy conocemos como el Continente Americano–, cuatro siglos antes que Cristóbal Colón. La historia ha reflejado su conducta asociada a la piratería, invasiones, saqueos y asesinatos violentos, lo que les ha atribuido una imagen de pueblos bárbaros y salvajes.
Durante el siglo XX, la industria cinematográfica llevó la historia de los vikingos a Hollywood, representándolos como tribus nobles y heroicas que concentran su atención en las luchas del rey Ragnar. Se conocieron aspectos relacionados a sus creencias, la adoración a Odín y la tradición del Valhalla, el lugar prometido a los combatientes para que después de la muerte aguarden junto a reyes y leyendas el Ragnarok (Batalla final), donde volverían a enfrentarse a gigantes y otras figuras mitológicas.
El cine fue el encargado de hacerle buena propaganda a los vikingos, encargándose de cambiarles el rostro y transfigurar su historia. La imagen de los hombres altos, rubios, de ojos celestes, brazos fuertes y conductas heroicas, disfrazan la realidad histórica de aquellos hombres que practicaban rituales sangrientos. La barbarie vikinga fue real y documentada, mostrando una sociedad de feroces guerreros, que ejercían la violencia como parte integral del poder y estatus social.
En la actualidad, la entropía social provocada por los conflictos políticos, sociales y económicos en Bolivia, agrava el panorama que se vuelve cada vez más imprevisible y caótico. La ciudadanía aumenta la desconfianza y su preocupación, ante las constantes y sucesivas comisiones de eventos irreflexivos protagonizados por los “políticos”, con la amenazan permanente de desencadenar sucesos conducentes a revivir episodios dramáticos de violencia y luto –una constante en los cortos doscientos años de vida republicana–.
La historia no se repite, pero rima. Cuatro décadas más tarde e impulsado (nuevamente) por un gobierno de izquierda, el terror vuelve a cernirse en los hogares bolivianos. Una crisis de magnitud que ha dañado la economía y ha provocado una descomposición social sin precedentes, no permite que la ciudadanía tome conciencia y despierte de la pesadilla que se han autoimpuesto vivir debido a su errática conducta al momento de elegir a sus gobernantes.
Es preocupante ver el rostro de los jóvenes con los que hablo. Una buena parte no cuentan con las condiciones para salir del país (huyendo de la crisis), a pesar de que, muchos lo están haciendo, protagonizando tal como ocurre en Cuba y Venezuela, éxodos masivos que se encargarán finalmente de arrebatarles sus sueños y desarraigarlos de sus familias. Toman esta decisión extrema con pesar, pues saben que no existe ningún otro lugar en el planeta donde estarían mejor que en su patria, pero conscientes de que los políticos mentirosos no resolverán absolutamente nada, admitiendo que les generan enorme desconfianza.
Se advirtió en múltiples oportunidades –basados en la experiencia de países como Cuba y Venezuela– acerca de las terribles consecuencias que traería el insistir con un modelo económico fracasado, que lleva grabada en la portada el rostro de la miseria, el hambre, escases, enfermedad y angustias, sin tener siquiera la hidalguía de admitir que se equivocaron. En veinte años la población fue sometida mansamente como corderos, pan y circo, promesas de grandeza que jamás llegaron y para colmo de males adoctrinada sistemáticamente al punto, de justificar la precariedad y las condiciones de pobreza a la que los ha arrastrado el modelo social económico y productivo impulsado por el gobierno.
La realidad es la que hay, paradójicamente, y precedidos por una larga lista de despropósitos, la casta política boliviana ha preferido mantenerse al margen de la realidad que se palpa a pie de calle, para construir mundos paralelos desde sus castillos de cristal en los que esperan junto a diosas escandinavas y guerreros vikingos, hacerle frente a los gigantes y otras figuras mitológicas. Algunos gritan hasta el cansancio “¡un día, carajo!”, otros, “¡100 días, carajo!”, otros prometen apps y un gobierno digital, mientras otro busca conseguir la “solvencia fiscal” para ser habilitado. Estos personajes caricaturescos prometen vencer el Ragnarôk y juran por “Los Apus” y “Pachas” arreglar el desaguisado que ellos mismos han causado.
Los políticos subestiman la inteligencia de la población. La gente está cansada de ver como las pugnas internas y personales entre ellos se enfocan en todo, menos en lo verdaderamente importante. Bolivia está técnicamente quebrada, el dinero que hay en circulación es fruto de la maquinita de imprimir billetes que ha puesto a funcionar irresponsablemente el gobierno y que convierte al peso boliviano en papel mojado, tal como ocurrió en Argentina y Venezuela hace no mucho tiempo.
A estas alturas, debemos hacernos la siguiente pregunta ¿Por qué pelean tanto los “políticos” para cargar al muerto? Sabiendo que no tienen oportunidad de seguir sangrando al país (robando), salvo por la deuda que puedan asumir de algunos organismos internacionales. Sus propuestas no presentan una visión de país, son apéndices y parches de lo que estuvimos viviendo hasta ahora, no ofrecen soluciones estructurales a mediano y largo plazo que reconduzcan al Bolivia por las vías del progreso y corrijan todo lo mal que se hizo hasta la fecha, retornando al tiempo en que se truncó la oportunidad histórica que pudo transformar la vida de los bolivianos y sus familias.
Cuando la realidad supera a la ficción, dejo volar la imaginación y pienso en lo que pasaría si un día cualquiera al ir rumbo al trabajo, apareciera Surtur (el gigante de fuego de la mitología nórdica), decidido a acabar con aquellos vikingos de la política boliviana (ladrones, saqueadores, vividores, oportunistas). Quizá, esa fuese la única forma de librarnos de todo este lastre y gozar la oportunidad de comenzar a resurgir de entre las cenizas, para proyectar el futuro de Bolivia de cara a los próximos doscientos años, no en uno, en diez, ni en cien días: ¡Doscientos años Carajo! La refundación del país es imperativa, así como lo es que la población entienda que la solución no viene de la mano de los políticos, ni tampoco de Surtur.
Mientras esto pasa en la realidad boliviana, sólo queda mantener firme la esperanza. Que el desánimo y la frustración no minen nuestro espíritu y nos obliguen a cambiar nuestra manera de pensar. Tarde o temprano algo bueno llegará gracias a que Dios no nos ha abandonado. Recuerden que: “Estamos acostumbrados a ver al poderoso como si se tratara de un gigante, sólo, porque nos empeñamos en mirarlo de rodillas y ya va siendo hora, de ponerse de pie”.
- CARLOS MANUEL LEDEZMA VALDEZ
- ESCRITOR. DOCENTE UNIVERSITARIO. DIVULGADOR HISTÓRICO. DIRECTOR GENERAL PROYECTO VIAJEROS DEL TIEMPO
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