Las elecciones no solo se ganan en las urnas, también se pierden en los prejuicios.
Y lo que estamos viendo hoy en Bolivia es, precisamente, eso: el grito disfrazado de análisis de una élite que nunca aceptó que la democracia también pertenece a los rostros que el poder siempre quiso ocultar.
Los estados que insultan la victoria de Paz no expresan preocupación política, sino un mal más antiguo: el racismo.
Un racismo que no se pronuncia abiertamente, pero que habita en cada “indio ignorante” lanzado con soberbia desde un teclado.
Es el racismo que no soporta que el voto popular contradiga el relato urbano, blanco y acomodado de quienes se creen dueños del país por haber leído a Friedman o por tener un apellido con acento extranjero.
La derrota de Tuto es más profunda que una simple pérdida electoral: es el derrumbe de una narrativa de poder.
Repitió el error de Banzer y de Goni: creer que Bolivia es una empresa que puede gestionarse desde los laboratorios del marketing político.
Trajo asesores extranjeros, palabras importadas y fórmulas que no entienden el olor del mercado ni el barro del altiplano.
Y, como Goni en 2003, terminó descubriendo que no se puede gobernar un país al que no se pertenece emocionalmente.
La derecha boliviana no perdió por falta de estrategia, sino por exceso de soberbia.
Confunde “racionalidad” con elitismo, “orden” con sumisión, “modernidad” con desprecio.
Y desde esa ceguera, se permite llamar “resentido” a quien no vota como ellos, como si pensar distinto fuera un defecto genético.
El problema no es ideológico: es moral.
No se trata de izquierdas ni derechas, sino de humanidad.
Porque mientras una parte del país siga creyendo que hay bolivianos de primera y de segunda, ninguna elección será realmente democrática.
El insulto “zurdos de mierda” no es un debate político: es la evidencia de que muchos siguen anclados en un lenguaje colonial.
Y cuando se responde al voto con racismo, lo que se pierde no es una elección, sino el sentido mismo de la República.
El racismo en Bolivia nunca se fue. Solo aprendió a hablar con corbata.
Se oculta en las columnas de opinión que confunden crítica con desprecio, en las universidades que enseñan teoría política sin enseñar empatía, y en los ciudadanos que creen que pensar es sinónimo de excluir.
Pero la democracia no necesita pureza ideológica, sino dignidad colectiva.
Y en esa dignidad, Bolivia ha sido más sabia que muchos de sus analistas.
Porque al votar por Paz, el país no votó por un partido: votó contra el olvido.
Contra el racismo que todavía se cree inteligente, contra el privilegio que aún se disfraza de mérito.
Hoy, los verdaderos derrotados no son los políticos, sino los prejuicios.
La historia se encargará de recordarlo: cada vez que la élite se burló del pueblo, el pueblo respondió con urnas.
Y cada vez que lo subestimaron, el país despertó con más fuerza.
Bolivia habló otra vez.
Y aunque muchos no quieran escucharlo, su mensaje fue claro:
el poder ya no tiene un solo color, ni una sola voz.
- SERGIO PÉREZ PAREDES
- Historiador, periodista, escritor y docente universitario
- *NdE: Los textos reproducidos en este espacio de opinión son de absoluta responsabilidad de sus autores y no comprometen la línea editorial Liberal y Conservadora de VISOR21

