El pasado 17 de agosto no fue simplemente una fecha más en el calendario político nacional. Fue un punto de inflexión. Un temblor profundo que sacudió las estructuras tradicionales y abrió paso a una posibilidad que parecía lejana: el Partido Demócrata Cristiano (PDC), tras más de siete décadas de existencia de una trayectoria marcada por la perseverancia y el compromiso con la libertad, dejó de ser una voz marginal para convertirse en una alternativa real de poder. No por azar, sino por convicción, por coherencia y por principios.
Pero no nos engañemos: aún no se ha ganado nada. Lo que se ha logrado es algo más valioso que una victoria momentánea, el eco de una voluntad colectiva que busca renovar el horizonte de nuestra república, se ha despertado la conciencia de miles de ciudadanos que, por años, se sintieron atrapados en un voto resignado, en una narrativa que los excluía o los obligaba a elegir entre extremos. Hoy, ese voto inconforme ha encontrado un cauce, una propuesta que no nace del odio ni del resentimiento, sino de la esperanza y la reconstrucción. Ahora, el desafío radica en afianzar esa confianza, en demostrar que este nuevo sendero hacia la prosperidad y la equidad puede guiarse por los principios eternos del PDC.
El PDC no es un recipiente vacío que se llena con lo que convenga. Es un proyecto político con alma, con historia, con valores que han sido faro en momentos oscuros. Donde sus dirigentes han actuado con firmeza, la democracia ha florecido. Donde sus ideas han sido escuchadas, el diálogo ha reemplazado al grito. Y donde sus principios han guiado la acción, la política ha recuperado su dignidad.
Quienes intentan deslegitimar este renacer, acusando al PDC de ser una máscara del pasado autoritario, se equivocan profundamente. Son voces que no conocen otra forma de hacer política que no sea la confrontación. Han hecho de la antítesis su única identidad, y en ese juego, terminan fortaleciendo aquello que dicen combatir. Porque quien vive para oponerse, necesita que el otro exista. Y así, perpetúan el ciclo que prometieron romper.
La política no puede seguir siendo un campo de batalla entre “ellos” y “nosotros”. Esa lógica tribal, que divide y enfrenta, ha empobrecido el debate y ha alejado a millones de ciudadanos de la posibilidad de soñar con un país distinto. Bolivia merece más que eso. Merece una propuesta que no se defina por lo que rechaza, sino por lo que construye.
La famosa “unidad de la oposición” ha sido, en muchos casos, una ilusión matemática. Si la oposición es minoría, no puede ser oficialismo. Y si su única estrategia es sumar rechazos, nunca logrará sumar esperanzas. El poder no se conquista con la negación, sino con la afirmación de un proyecto que ilusione, que convenza, que inspire.
Hoy, el PDC tiene la oportunidad histórica de ser ese proyecto. No por ambición, sino por vocación. No por cálculo, sino por convicción. Y si logra consolidar ese apoyo ciudadano con propuestas claras, con liderazgos honestos y con una visión de país que incluya a todos, entonces no solo será una fuerza política relevante, sino también una fuerza espiritual que devuelva a Bolivia la paz, la justicia y la esperanza que tanto merece.
Porque al final, la política no es solo lucha. Es también reconciliación. No es solo poder. Es también servicio. Y no es solo presente. Es, sobre todo, futuro.
El proyecto político de la Democracia Cristiana boliviana no es una improvisación ni una moda pasajera. Es el fruto de 71 años de vida institucional, cimentado en una doctrina que hunde sus raíces en los principios más profundos de la justicia social, la dignidad humana y la responsabilidad moral. Su origen ideológico se remonta a la encíclica Rerum Novarum, publicada por el 15 de mayo de 1891. Esta carta abierta, dirigida a obispos y académicos, abordó con valentía las condiciones de las clases trabajadoras en plena revolución industrial.
En ella, León XIII defendió el derecho de los obreros a formar sindicatos, al tiempo que reafirmó la legitimidad de la propiedad privada. Su objetivo era claro: frenar la descristianización de las masas populares, que comenzaban a inclinarse hacia ideologías revolucionarias ante el abandono de sus necesidades por parte de las instituciones tradicionales. La encíclica estableció los principios fundamentales para buscar justicia social en la economía y la industria, y se convirtió en la piedra angular de la doctrina social de la Iglesia. En palabras del propio documento:
“Al pretender los socialistas que los bienes de los particulares pasen a la comunidad, agravan la condición de los obreros, pues, quitándoles el derecho a disponer libremente de su salario, les arrebatan toda esperanza de poder mejorar su situación económica y obtener mayores provechos.” — Rerum Novarum
Este legado fue ampliado y profundizado cuarenta años después por el papa Pío XI en la encíclica Quadragesimo Anno, publicada el 15 de mayo de 1931. En ella se reafirma la vigencia de Rerum Novarum frente a los desafíos de un nuevo orden económico que había generado una peligrosa diferencia de clases. Pío XI condena con firmeza el comunismo, recordando los crímenes cometidos en Europa del Este y Asia, y ofrece orientaciones para el apostolado entre los socialistas, sin caer en la confabulación con el error. Su mensaje es contundente:
“Considérese como doctrina, como hecho histórico o como ‘acción’ social, el socialismo, si sigue siendo verdadero socialismo, aun después de haber cedido a la verdad y a la justicia en los puntos indicados, es incompatible con los dogmas de la Iglesia católica, puesto que concibe la sociedad de una manera sumamente opuesta a la verdad cristiana.” — Quadragesimo Anno
La evolución doctrinal continúa con la encíclica Centesimus Annus, promulgada por el papa Juan Pablo II el 1 de mayo de 1991, en conmemoración del centenario de Rerum Novarum. En ella se reconoce el valor del capitalismo y la economía de mercado, siempre que estén guiados por virtudes humanas fundamentales. Juan Pablo II destaca que ningún sistema económico puede erradicar la pobreza sin valores como la honestidad, el ahorro, la iniciativa, la competencia justa, la audacia y el cumplimiento de la palabra. Además, subraya el papel del Estado en la promoción de la equidad y la necesidad de un esfuerzo internacional por un mundo más justo.
Este cuerpo doctrinal no es una colección de textos aislados. Es el alma viva de la Democracia Cristiana boliviana. Son estos principios los que hoy, después de más de siete décadas de lucha, están posicionando al PDC como la primera fuerza política del país. No por imposición, sino por convicción. No por cálculo, sino por coherencia.
Bolivia necesita un rearme moral. Una política que no se defina por el enfrentamiento, sino por la reconciliación. Que no se construya sobre el resentimiento, sino sobre la esperanza. La Democracia Cristiana ofrece ese camino. Un camino que respeta la dignidad humana, promueve la justicia social y defiende la libertad con responsabilidad.
Es hora de mirar hacia adelante.
Es hora de creer en un proyecto que une, que construye, que inspira.
Juntos podemos ser un faro de esperanza para Bolivia. Así, con optimismo fundado en nuestra capacidad colectiva, Bolivia puede avanzar hacia un mañana de justicia y armonía, donde el pasado nos enseña, pero no nos aprisiona. El cambio no es una tormenta, sino un amanecer sereno que todos podemos abrazar.
- MARCEL RIVAS
- PORTAVOZ PARTIDO DEMÓCRATA CRISTIANO
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